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dijous, 12 d’abril del 2018

Los polvos de la felicidad



Carmen Escrig, alumna de 2ºESO, es la autora de otro de los relatos seleccionados. Os invitamos a descubrir la "receta de la felicidad".
 

Los polvos de la felicidad



Me desperté. Me acerqué a la ventana y miré por ella. La mañana parecía igual a la anterior, y ya puestos a decir, igual que todas. El Sol asomaba por el horizonte, los pájaros regresaban volando a sus nidos, y el despertador de mi abuela estaba sonando, y seguiría sonando durante los próximos cinco minutos si alguien no lo apagaba. Al contrario que el día anterior esta vez no fui a apagarlo. Bajé a la cocina y desayune. Posteriormente me vestí y regresé a la ciudad, como un día cualquiera.

Llegué a la biblioteca donde trabajaba y la abrí. Me senté en la silla del mostrador mientras leía un libro. No solía venir mucha gente por lo que apenas trabajo. De repente, para mi sorpresa, se abrió la puerta. Levanté la cabeza del libro y vi al individuo que acababa de entrar. Se trataba de un hombre mayor que lleva una camisa a rayas y unos vaqueros cubiertos por una gran capa que ocultaba ligeramente su cara. Él se acercó y dejó un libro sobre la mesa. Entendí que quería devolverlo, por lo que empecé a buscarlo en el ordenador para marcarlo como devuelto. Al buscarlo me di cuenta de que no pertenecía a la biblioteca, pero al girarme a decírselo él no estaba. Me resultó demasiado misterioso así que decidí leer el libro para comprender que estaba pasando. Me esperaba que al abrirlo salieran una letras diciendo “Es una broma”, pero en cambio no vi absolutamente nada. Literalmente, el libro estaba en blanco. Seguí pasando las hojas hasta que encontré, en el centro del libro, unas hojas escritas. En ellas ponía “Receta de la Felicidad” , y posteriormente habían apuntados unos ingredientes especialmente extraños. Parecía una receta para hacer unos polvos que concedían la felicidad. “Absurdo” pensé. Cerré el libro y vi que sobre el mostrador había una bolsa.”Para que lo pruebes” ponía en ella. En su interior contenía unos polvos parecidos a los de la receta. Los guarde en mi bolso junto al libro y seguí trabajando sin prestarles especial atención.

Más tarde regresé a mi casa donde me esperaba mi abuela, enfadada porque su telenovela no había finalizado como ella quería. De repente recordé los polvos mágicos y decidí probarlos. Rocié a mi abuela con ellos, y al instante ella se mostró sonriente. Me sorprendí, pero se me ocurrió. Regresé rápidamente a la ciudad y subí a la terraza de un restaurante que se encontraba en lo alto de un edificio.. Des de allí empece a lanzar disimuladamente los polvos. Entonces la gente que iba estresada por la calle empezó a sonreír. Me sentí orgullosa por mi trabajo y decidí que intentaría hacer que toda la gente de la ciudad consiguiera la felicidad.

Después de eso regresé a casa y miré los ingredientes para realizar la receta :
  • Una gota de sangre
  • Un poco de azúcar
  • La felicidad de una persona

Parecía sencillo. Comencé a hacer un montón de polvos, y cada día iba a la ciudad y rociaba a la gente con ellos. Todos los días me sentía muy alegre de poder repartir tanta felicidad, pero nunca pensé en el coste que eso tendría.

Al cabo del tiempo, seguía haciendo los polvos, pero ahora me resultaba cansado. Cuando empecé a fabricar los polvos pensaba que sería fácil. Los ingredientes apenas costaban comparado con conseguir hacer feliz a todo el mundo. Pero con el tiempo comencé a comprender cuál era el ingrediente más costoso, la felicidad de una persona. Al principio pensaba que, con que la persona que hacía los polvos fuera feliz, bastaría. Pero descubrí que para hacer feliz a los demás tendría que gastar mi propia felicidad. Y cada polvo costaba una pequeña cantidad de mi felicidad. Cuando lo descubrí, me di cuenta de que era demasiado tarde. Apenas quedaba en mi cuerpo algún rastro de felicidad. Y recordé un de detalle al cual no le había prestado apenas atención. Debajo de la gran capa que llevaba aquel hombre que me condeno se ocultaban unos ojos sin vida, sin ilusión, sin esperanza. Supe al instante que esos ojos sin sentimientos ahora también los tenía yo. Me dirigí a la biblioteca donde empezó todo, y escondí el libro entre los miles que habían. Después me dirigí al acantilado de la playa. Ahora mi vida ya no tenía sentido. Ya había gastado toda mi felicidad, y lo único que me quedaba era la muerte.

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